Caja de Resonancia

Rincón de Timoteo

Crónicas del Imaginario

Por amor a Salamina

Proyecto Salamina

El silencio que volvió a unir a Gonzalo y Josefina

Tras un divorcio que los separó por una década, Gonzalo y Josefina descubrieron que la soledad compartida pesa menos que la soledad en solitario. En un reencuentro marcado por gestos silenciosos y cuidados pequeños, decidieron casarse de nuevo, sellando su historia con una liturgia sin palabras y una Navidad cargada de ternura.
Gonzalo y Josefina, dos idealistas que se conocieron en la universidad

El reencuentro – Un cuento de Navidad

En los años de universidad nació el romance de dos idealistas por los derechos humanos y por ello coincidieron en la carrera de leyes. Con este pretexto frecuentaron espacios donde la atracción tejió su urdimbre y el matrimonio fue su prematuro epílogo.

Pasados algunos años concibieron dos hijos, quienes, con el paso del tiempo y luego de hacerse profesionales, emprendieron vuelo en procura de su realización personal. Cuando la rutina campeó en el día a día de la pareja, hizo aparición la crisis que desembocó en el divorcio por mutuo acuerdo.

Gonzalo y Josefina reiniciaron otro viaje en sus vidas, afrontar la ausencia y tratar de construir nuevos sueños.

Por espacio de diez años poco o nada supo el uno del otro. Sin embargo, el silencio entre ellos no era un vacío, sino una arquitectura. Tal vez sin proponérselo habían construido un nuevo mundo, sin egoísmos, sin reproches, sin culpabilidades, sin resquemores; y por razones y medios que solo ellos conocieron, propiciaron el reencuentro que signaron con otra ceremonia matrimonial.

Gonzalo y Josefina ya no eran los jóvenes que se gritaban pasiones y reproches en la cocina, ni los que cerraban puertas con violencia para marcar territorios. Esos dos habían muerto en el divorcio. Los que regresaron, una década más tarde, eran dos náufragos que entendieron que la soledad compartida pesa la mitad que la soledad a secas.

Volvieron a casarse diez años después del divorcio, no porque hubieran olvidado los motivos de su separación, sino porque descubrieron que nadie más sabía descifrarlos. En su juventud, el ruido había sido su enemigo: los gritos, las explicaciones eternas, las promesas rotas. Ahora, con las sienes plateadas y el paso más lento, Gonzalo y Josefina decidieron acompañarse sin la torpeza del lenguaje.

Decidieron casarse de nuevo con una cláusula tácita, nunca escrita pero firmada con la mirada: las palabras habían sido las culpables de todo. Las palabras malinterpretan, las palabras hieren, las palabras sobran. Así que las eliminaron.
Su convivencia era ahora una liturgia silenciosa de cuidados pequeños.

La casa funcionaba con una coreografía perfecta. Por las mañanas, el olor a café recién hecho era la señal de que Gonzalo había despertado. Josefina, al entrar en la cocina, encontraba su taza humeante en el lugar exacto de la mesa. Ella agradecía con un leve asentimiento; él respondía pasando la página del libro que releía y que aún estaba en la vieja biblioteca. No había «buenos días», ni preguntas sobre el clima, ni planes para el día. Solo el sonido de la cucharilla contra la porcelana y el reloj de pared marcando el ritmo de su segunda oportunidad.

Pasaron los meses moviéndose como dos satélites en una órbita sincronizada. Si Gonzalo dejaba un libro sobre la mesita de noche de ella, Josefina sabía que era una recomendación. Si Josefina ponía música suave en el estudio, Gonzalo sabía que podía entrar a leer o a ver televisión en el sillón de cuero. Se comunicaban por ósmosis, por la temperatura de las habitaciones y por la intuición que solo da el haber amado y odiado a la misma persona durante media vida.

Llegó diciembre con su luz, bullicio y alegría. La rutina no cambió, pero la atmósfera se densificó. Sacaron las cajas del altillo. Adornaron el árbol juntos, pasándose las esferas de cristal y las luces enredadas sin emitir un solo fonema, como si estuvieran desactivando una bomba o realizando una cirugía a corazón abierto. El silencio, lejos de ser hostil, se sentía sagrado, una tregua contra el ruido del mundo exterior.

La noche del veinticuatro, la cena fue sencilla. No sirvieron vino para ayudar a Gonzalo con el tratamiento de desintoxicación alcohólica. De nuevo la música suave llenaba el espacio acústico que en otros hogares ocupaban las discusiones políticas o las risas forzadas. Ellos no necesitaban eso. Se conocían las cicatrices, las manías y los miedos. Se miraban a los ojos y veían los diez años perdidos y el año recuperado. No hacía falta recordar el pasado. Todo estaba dicho en la calma de sus gestos.

Cuando las agujas del reloj se alinearon en el número doce, el aire cambió. Gonzalo se levantó como en cámara lenta. Josefina alisó una arruga invisible en su vestido. Se miraron fijamente, rompiendo la barrera de seguridad que habían mantenido intacta durante trescientos sesenta y cinco días.

Gonzalo carraspeó, un sonido extraño y oxidado después de tanta quietud. Josefina sostuvo la respiración, esperando. Él se inclinó levemente hacia ella, con la solemnidad de quien entrega un tesoro frágil, y con una voz grave, ronca por el desuso, pero cargada de una ternura infinita, pronunció lo único necesario:

Feliz Navidad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pasar a Modo Oscuro