La madrugada huele a banano y a sal. En Ciénaga, Magdalena, la brisa llega desde el ferrocarril que corta la ciénaga en dos, como un cuchillo sobre el agua. Es viernes —6 de diciembre de 1928— y el país entero todavía no sospecha que esa fecha quedará tatuada con una tinta que no se borra. En la plaza, hombres y mujeres esperan noticias; la huelga no es un capricho, es el último recurso de quienes reclamaron lo básico: pago en dinero y no en “vales”, jornada de ocho horas, indemnizaciones por accidentes, baños, agua, atención médica, el derecho elemental a que la vida valga más que el fruto que llevan al puerto. Al borde del andén, un niño pregunta: “¿Y hoy sí nos escuchan?”. Nadie sabe responder.
Durante meses, los corteros, cargadores, peones y cuadrillas de la United Fruit Company —la gran bananera norteamericana que en el Caribe parecía mandar como un gobierno dentro del gobierno— organizaron la huelga. La lista de peticiones era corta, concreta, humanísima. No pedían privilegios, pedían dignidad. La multinacional se negó una y otra vez. Las noticias viajaron por el Caribe: el banano colombiano estaba en riesgo de no salir; los telegramas ardían en las oficinas de Santa Marta, Bogotá y Boston.
La Región del Magdalena estaba repleta de campamentos, trochas, casas de madera, patios compartidos y estaciones ferroviarias donde el peso de la producción se medía en toneladas y el costo humano, en silencios. La huelga fue el corazón latiendo fuerte: reunió a miles en Ciénaga, con la esperanza de ser recibidos por el Estado como ciudadanos, no como estorbo.
En la memoria de los sobrevivientes —y en los debates que vendrían después en el Congreso— quedó la sensación de que el Estado se paró del lado equivocado de la historia. En vez de mediar con justicia, aplicó la fuerza. Se declaró el estado de sitio. El general Carlos Cortés Vargas recibió la orden de “restablecer el orden”, ese orden que le convenía a la United Fruit y no a los obreros. La plaza de Ciénaga se llenó de fusiles; los altavoces pidieron despejar el área; los pasos de la tropa sonaron secos. Algunos trabajadores no quisieron moverse: “Nos vamos cuando nos escuchen”.
La madrugada del 6 de diciembre, en medio de la confusión, la lluvia de balas partió la plaza en dos. Nadie sabe con exactitud cuántos cayeron —los números se pelean, se contradicen, se esconden—, pero lo cierto es que el país despertó con un dolor sin cifras y con una pregunta sin respuesta: ¿cómo llegó el gobierno a disparar contra su propio pueblo?
Jorge Eliécer Gaitán —entonces joven congresista— levantó la voz días después con vehemencia. No era solo una denuncia contra los culpables materiales de la masacre; era, sobre todo, una acusación moral contra un sistema que había normalizado que la ganancia estuviera por encima de la vida. Su intervención no le devolvió la esperanza a las familias, pero sí le dio a la historia un faro para no extraviarse.
En los campamentos, las mujeres recogieron lo que se pudo; los hombres heredaron el miedo y la rabia; los niños aprendieron que el banano alimenta, pero también puede matar cuando se convierte en moneda de poder. “No nos vencerán”, decía una anciana, sentada junto a la estación. Y esa frase se volvió promesa.
La Masacre de las Bananeras es también una contienda por el relato. ¿Fueron decenas? ¿Fueron cientos? ¿Fueron más? Los archivos oficiales hablaron de pocos muertos; la tradición oral, los obreros, los sindicalistas, los testigos, aseguraron que fueron muchos más. Entre la cifra mínima y la cifra máxima se abrió una grieta que sigue doliendo: el intento de minimizar una tragedia para tranquilizar al mercado y salvar reputaciones.
Pero la verdad no se mide solo en números: se mide en lo que cambia. Desde entonces, las luchas obreras en Colombia dejaron de ser anécdota y se volvieron capítulo central de nuestra historia. La masacre quedó como advertencia: cuando el Estado olvida que su primer deber es proteger la vida, deja de ser Estado.
Vale recordar, uno por uno, los puntos de la huelga: pago en dinero (no en vales que obligaban a comprar en tiendas de la empresa), jornada de ocho horas, descanso dominical, indemnizaciones por accidentes, baños higiénicos, agua, atención médica mínima, reconocimiento de los sindicatos, fin de los descuentos arbitrarios. Nada que una república seria no debiera garantizar sin necesidad de huelga.
Eran derechos que hoy nos parecen obvios, pero que entonces eran motivo de castigo. Esa es la herida: el país tardó en asumir que el trabajo no es una mercancía sino una relación entre personas. Y si el banano llegó a las mesas del mundo, es porque hubo manos que lo hicieron posible.
Ciénaga no olvidó. En la plaza se reúnen cada diciembre diferentes colectivos para recordar la masacre con actos de memoria. El ferrocarril —testigo mudo— es un símbolo de ida y vuelta: la mercancía que viajaba al puerto, y el recuerdo que regresa a la plaza. La brisa del Caribe es menos amable cuando se piensa en lo que allí pasó; pero también es una brisa que invita a no rendirse.
La Ruta de la Memoria, los relatos de abuelos y abuelas, las fotografías borrosas, las crónicas, los nombres pronunciados en voz alta: todo eso compone un tejido que evita que el olvido haga su trabajo. La comunidad ha entendido que recordar no es revancha; es responsabilidad.
La Masacre de las Bananeras no es un suceso distante; es un espejo. Habla de la relación entre el Estado y el capital, entre la ley y la ganancia, entre la seguridad y la justicia. Nos recuerda que cuando la protesta se silencia con fusiles, el país retrocede décadas. Y que las empresas, nacionales o extranjeras, no pueden operar en territorios sin la brújula del respeto por la gente.
También nos enseña que la organización social —sindicatos, juntas, colectivos— es un dique contra la arbitrariedad. Sin esa fuerza, los trabajadores estarían solos ante gigantes; con ella, el diálogo es posible y la dignidad es defendible.
Volvamos a la plaza: la madrugada ya pasó. Quedan zapatos, sombreros, nombres. Queda una historia que corre como la brisa. En 1928, el gobierno se puso del lado de los fusiles y no del lado de la gente. Ese error —político, moral y humano— es una cicatriz que no cierra si no se asume con verdad, reparación y garantías de no repetición.
La Masacre de las Bananeras no solo nos pide memoria; nos exige acción: instituciones que protejan, empresas que comprendan su responsabilidad social, ciudadanía que no se canse de pedir lo justo. Cada diciembre, el Caribe recuerda que el país debe elegir: o se pone del lado de quienes trabajan, o repite su tragedia bajo otros nombres.
En la estación, un anciano mira el ferrocarril que ya no lleva bananos como antes. Sonríe, con tristeza y con orgullo. “Nos quisieron callar, pero aquí seguimos”, dice. El país, si quiere ser país, tendrá que escuchar esa voz. Porque aunque la brisa borre las huellas en la arena, no puede borrar las huellas en la memoria. Y en la memoria de Ciénaga, 6 de diciembre de 1928, el gobierno disparó —no solo contra personas— sino contra la idea de justicia. Lo que hagamos hoy decide si esa bala sigue viajando o si, por fin, se detiene.

