Colombia vuelve a mirarse en un espejo que creíamos roto. El país que soñaba con dejar atrás las sombras de la violencia parece regresar a ellas, como si la historia se empeñara en repetir sus capítulos más oscuros. Los titulares hablan de masacres, de desplazamientos, de territorios nuevamente controlados por actores armados. La promesa de la “paz total” se diluye en la realidad de un Estado que no logra ejercer autoridad plena ni garantizar seguridad en las regiones. Y mientras tanto, la política se convierte en un campo de batalla verbal, donde las grietas se profundizan y las soluciones se postergan.
La violencia en Colombia no es un fenómeno nuevo, pero sí es un dolor que nunca termina de cicatrizar. Décadas de conflicto armado dejaron heridas abiertas en comunidades enteras, y aunque los acuerdos de paz con las FARC marcaron un hito histórico, la implementación ha sido lenta, incompleta y, en muchos casos, frustrante. Hoy, otros grupos armados ocupan los espacios dejados por la guerrilla, y el círculo de la violencia se repite con nombres distintos pero con las mismas consecuencias: miedo, muerte, desplazamiento, silencio.
El Gobierno del cambio, con su propuesta de “paz total”, prometió un horizonte distinto. Sin embargo, la laxitud en la ejecución, la falta de claridad en las estrategias y la ausencia de resultados concretos han generado desconfianza. La paz no se construye con discursos, ni con mesas de negociación que se multiplican sin llegar a acuerdos firmes. La paz requiere presencia estatal real, inversión social, justicia efectiva y, sobre todo, voluntad política que trascienda los intereses partidistas.
La grieta política que atraviesa Colombia es quizás el mayor obstáculo para avanzar. El país parece dividido en dos orillas irreconciliables: quienes defienden al Gobierno y quienes lo critican con dureza. En medio de esa confrontación, los problemas reales —la violencia, la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades— quedan relegados. La política se convierte en espectáculo, en lucha de egos, en cálculo electoral. Y mientras tanto, la gente sigue esperando soluciones.
Esa grieta no es nueva, pero hoy se siente más profunda. Es una grieta que separa regiones, clases sociales, ideologías. Una grieta que impide construir consensos básicos sobre lo que debería ser innegociable: la vida, la dignidad, la paz. Colombia necesita con urgencia un pacto nacional que supere las diferencias y que ponga en el centro a las personas, no a los partidos.
La violencia no distingue colores políticos. No le importa si un campesino votó por la izquierda o por la derecha. No le importa si un joven cree en el Gobierno o lo rechaza. La violencia golpea a todos por igual, y por eso la respuesta debe ser colectiva. No podemos seguir atrapados en trincheras ideológicas mientras el país se desangra.
La paz no es un favor que se concede, es un derecho que se construye. Y para construirla necesitamos reconocer que la política no puede seguir siendo un juego de intereses mezquinos. Los líderes deben entender que su responsabilidad es con el pueblo, no con sus cálculos personales. La historia nos ha demostrado que cuando la política se convierte en politiquería, el resultado es siempre el mismo: más violencia, más dolor, más frustración.
Colombia merece vivir en paz. Merece que sus niños crezcan sin miedo, que sus campesinos trabajen sin amenazas, que sus comunidades puedan desarrollarse sin ser desplazadas. Merece que la palabra “esperanza” vuelva a tener sentido. Y para lograrlo, necesitamos unirnos. No se trata de pensar igual, sino de reconocer que hay valores comunes que deben estar por encima de cualquier diferencia: la vida, la justicia, la dignidad.
La reflexión sobre la grieta política debe ser profunda. No podemos seguir alimentando el odio, la desconfianza, la polarización. Necesitamos construir puentes, abrir espacios de diálogo, escuchar al otro. La paz no se logra imponiendo una visión única, sino reconociendo la diversidad y encontrando puntos de encuentro.
El llamado es fuerte y urgente: dejemos atrás los intereses politiqueros. Dejemos de pensar en elecciones y empecemos a pensar en generaciones. Dejemos de lado los discursos vacíos y empecemos a construir realidades. La paz no puede seguir siendo una promesa incumplida.
Colombia tiene todo para ser un país distinto. Tiene una riqueza cultural inmensa, una biodiversidad única, una gente trabajadora y resiliente. Pero esa riqueza se pierde cuando la violencia se convierte en rutina. Necesitamos transformar la indignación en acción, la división en unidad, la desesperanza en compromiso.
La historia nos ha enseñado que los pueblos que logran superar sus grietas son los que deciden poner la vida por encima de todo. Colombia debe ser uno de esos pueblos. Debe ser capaz de mirar hacia adelante y decir: nunca más. Nunca más la violencia como destino. Nunca más la politiquería como obstáculo. Nunca más la división como condena.
La paz total no puede ser un eslogan. Debe ser una realidad construida con hechos, con presencia estatal, con justicia, con inversión social. Debe ser un compromiso colectivo que trascienda gobiernos y partidos. Porque la paz no es propiedad de nadie, es patrimonio de todos.
Hoy, más que nunca, necesitamos recordar que la violencia no es inevitable. Que podemos elegir otro camino. Que podemos construir un país distinto. Pero para hacerlo, necesitamos unirnos. Necesitamos dejar de lado los intereses mezquinos y pensar en el bien común. Necesitamos reconocer que Colombia merece vivir en paz.
La editorial que hoy escribimos es un llamado a la conciencia. Un llamado a los líderes, a los partidos, a la sociedad civil, a cada ciudadano. Un llamado a reconocer que la grieta política nos está destruyendo y que solo la unidad puede salvarnos.
Colombia no puede seguir siendo el país de la violencia. Debe ser el país de la paz, de la esperanza, de la vida. Y para lograrlo, necesitamos actuar ahora. No mañana, no después de las elecciones, no cuando convenga. Ahora.
Porque cada día que pasa sin soluciones es un día más de dolor para alguien. Y Colombia ya ha sufrido demasiado.

