El cuento de Navidad de Timoteo
En Salamina, ese pueblo donde las campanas no suenan por costumbre sino por memoria, y donde la neblina baja como si viniera a conversar con los tejados, pasó una Navidad que todavía da de qué hablar. Fue la famosa Navidad del Modelito, así le decíamos al alcalde, un hombre de traje apretado, sonrisa ensayada y corazón que, aunque escondido, latía por su pueblo… o eso decía él.
El Modelito vivía en el palacio exrosado, esa casona que sirve de alcaldía y que parece más bien museo de promesas incumplidas. Cortinas de terciopelo, reloj que no marca la hora y sombreros que nunca usa. Pero esta Navidad, ¡vea!, algo cambió.
Todo arrancó el 16 de diciembre, cuando los pelaos del barrio La Cuchilla llegaron al parque principal con faroles de cartón y esperanza. Querían hacer la novena comunitaria, pero no tenían luces, ni sonido, ni permiso. El Modelito los miró desde el balcón, con un tiple en la mano, como si la música pudiera resolver lo que la burocracia no.
—¿Y si esta vez decimos que sí? —le preguntó a su sombra, que era la única que lo escuchaba sin interrumpir.
Y esa noche, ¡milagro!, bajó al parque. No con escoltas ni discursos, sino con una caja de velas y una ruana prestada. Los niños lo miraron como si se hubiera escapado de un cuento. Y él, por primera vez, se sintió parte del pueblo.
La novena arrancó con una canción que nadie recordaba completa, pero que todos cantaban como si fuera la última. Las casas se iluminaron con luces amarillas, y la iglesia dejó caer un repique que parecía decir: “Esta Navidad será distinta”.
El Modelito, que siempre había sido más de decretos que de abrazos, empezó a recorrer las veredas. En cada casa dejaba una vela, una palabra y una promesa. No promesas de campaña, sino promesas de alma: “Vamos a arreglar el puente”, “La escuela tendrá libros nuevos”, “El trapiche volverá a moler caña”. La gente no sabía si creerle, pero tampoco quería dudar. Porque en Navidad, hasta los incrédulos se permiten un poquito de fe.
El 24 por la noche, el pueblo se reunió en la plaza. No había tarima ni pólvora, pero sí un pesebre sencillo armado por los abuelos, con figuras de barro y paja. El Modelito llegó con una pareja campesina que lo había ayudado a cargar costales de regalos: ruanas tejidas, dulces de panela, libros usados pero limpios.
—Esta noche no soy alcalde —dijo—. Soy uno más que cree que la Navidad puede cambiarlo todo.
Y entonces pasó lo que nadie esperaba. Las campanas sonaron solas, como si el viento las hubiera empujado. La neblina bajó más densa, pero no fría, sino cálida, como de abrazo. Y en medio de ella aparecí yo, Timoteo, el cronista del pueblo, con mi cuaderno de tapas gastadas y el cigarrillo en la boca.
—Alcalde —le solté—, esta historia merece ser contada. Porque no es la historia de un alcalde, sino de un hombre que decidió escuchar.
El cuento se escribió esa misma noche, entre buñuelos, natilla y aguardiente amarillo, como a él le gusta, entre risas y silencios. Y desde entonces, cada Navidad en Salamina comienza con la lectura pública de “La promesa del Modelito”, en el corredor de la Casa de la Cultura, junto al pesebre y las velas encendidas.
Porque hay cuentos que no se inventan, se viven. Y hay alcaldes que, por una noche, dejan de ser funcionarios pa’ convertirse en protagonistas de la esperanza.
Y así, entre campanas, neblina y ruanas, Salamina aprendió que la Navidad no necesita lujo, sino voluntad. Que el amor florece en el silencio. Y que la fe, cuando se comparte, se confunde con el paisaje.
Feliz Navidad a mis amigos y también para los que no me quieren, ahh y para mi alcalde Manuel Fermín.

