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Crónicas del alma, que nacen del temblor y laten en la sombra

Estas crónicas no se escriben con tinta, sino con temblor. Son relatos que vienen del alma como territorio, donde la memoria se mezcla con la sangre y el dolor se transforma en belleza. Aquí la palabra es abrazo, altar y canto para los que ya no están y los que resisten
Crónicas del Alma

Hay historias que no se escriben con tinta, sino con temblor. Crónicas que no nacen del afán de contar, sino del deseo de recordar sin que duela tanto. En esta sección, la palabra se vuelve abrazo, se vuelve altar, se vuelve canto para los que ya no están y para los que aún resisten. Son relatos que vienen del alma, no como metáfora, sino como territorio: allí donde la memoria se mezcla con la sangre, donde el paisaje se confunde con la infancia, donde el dolor se transforma en belleza. Aquí no hay fechas exactas ni mapas precisos. Hay voces. Hay gestos. Hay silencios que hablan. Cada crónica es un intento de nombrar lo innombrable, de acariciar lo perdido, de honrar lo que aún late en la sombra.


Yo escribo porque no sé callar. Porque cada palabra que dejo en el papel es un pedazo de mí que se niega a desaparecer. No soy cronista de oficio, soy cronista de la vida que me tocó. Escribo lo que me duele, lo que me salva, lo que me recuerda que sigo vivo. A veces siento que cada línea es una cicatriz que se abre, pero también una caricia que me devuelve la calma.


He llorado mientras escribo. He sentido que la mano tiembla, que la voz interior se quiebra, que la memoria me arrastra a lugares donde no quiero volver. Pero escribo igual. Porque si no lo hago, el silencio me devora. Porque si no nombro lo perdido, se pierde dos veces. Y yo no quiero que se pierda. Yo quiero que se quede, aunque sea en la fragilidad de una palabra.


Escribo desde la infancia que me habita, desde las montañas que me vieron crecer, desde las calles donde aprendí a mirar el mundo con ojos de asombro y de rabia. Escribo desde las ausencias que me marcaron, desde los abrazos que ya no puedo repetir, desde los rostros que se fueron y que aún me miran en sueños. Escribo porque amar también duele, y porque el dolor necesita ser contado para no pudrirse dentro.


Cada crónica es un espejo donde me reconozco. No escribo sobre otros: escribo sobre mí, aunque use sus nombres, aunque cuente sus gestos. Porque cada historia que recojo es también mi historia. Cada silencio que escucho es también mi silencio. Cada lágrima que describo es también la mía. No hay distancia entre lo narrado y lo vivido: todo me atraviesa, todo me pertenece.


A veces me pregunto si alguien entenderá lo que digo. Si alguien sentirá que estas palabras son también suyas. Y entonces recuerdo que no escribo para ser entendido, escribo para no olvidar. Escribo para que la memoria tenga un lugar donde descansar. Escribo para que el amor no se muera del todo. Escribo para que el dolor se transforme en belleza, aunque sea por un instante.


Yo pienso que cada palabra es un acto de resistencia. Que cada frase es un modo de decir “sigo aquí”. Que cada crónica es un puente entre lo que fui y lo que soy. Y en ese puente me detengo, me siento, me miro. Lloro, sí. Pero también río. Porque escribir es también amar. Amar lo que se fue, amar lo que queda, amar lo que vendrá.


No soy un personaje inventado. Soy yo, con mis cicatrices, con mis nostalgias, con mis rabias y mis ternuras. Soy yo quien escribe, quien narra, quien piensa, quien vive, quien llora y quien ama. Y en cada palabra que dejo, me dejo a mí mismo. Porque sé que algún día ya no estaré, pero mis palabras seguirán latiendo en la sombra, como un canto que no se apaga.


Escribir me ha enseñado que la memoria no es un archivo ordenado, sino un río que se desborda. A veces trae piedras que hieren, otras veces flores que acarician. Yo me dejo arrastrar por ese río, aunque me golpee, aunque me canse. Porque sé que en sus aguas está la verdad de lo que soy. Y aunque duela, prefiero la verdad a la comodidad del olvido.


He aprendido también que el dolor compartido se vuelve más ligero. Que cuando escribo sobre lo que me duele, otros sienten que no están solos. Y eso me sostiene. Saber que mis palabras pueden ser compañía, que pueden ser abrazo, que pueden ser un refugio en medio de la tormenta. No escribo para mí solamente: escribo para quienes necesitan escuchar que la vida, incluso rota, sigue teniendo sentido.


Cada crónica es un intento de reconciliarme con lo que fui y con lo que soy. De aceptar que la infancia no vuelve, que los muertos no regresan, que los amores se transforman. Pero también de celebrar que sigo aquí, que sigo respirando, que sigo escribiendo. Porque mientras escriba, nada está del todo perdido.


Y así, entre lágrimas y sonrisas, entre silencios y palabras, voy dejando mi huella. No en mármol ni en bronce, sino en papel. Un papel que quizás se pierda, que quizás se queme, que quizás se olvide. Pero mientras exista, será testimonio de que yo viví, de que yo sentí, de que yo amé. Y eso, al final, es suficiente.

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