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Donde la tierra no olvida: memoria, danza y raíz en Soreyma.

Publicado en el diario La Nación de Buenos Aires: Eleuterio, felicitaciones por esa extraordinaria leyenda escrita con el alma. Tu novela-leyenda, inscrita en el realismo mágico de Gabriel García Márquez, trasciende fronteras: obras como la tuya y la suya son crónicas vivas de nuestro continente suramericano, patrimonio cultural que nos une y representa.

Por César Aira González* – Diario La Nación 

Donde la tierra no olvida: memoria, danza y raíz en Soreyma, la Guardiana de la Palma de Cera

Soreyma, la Guardiana de la Palma de Cera, de Eleuterio Gómez Valencia, No es una novela escrita “sobre” la memoria, sino desde la memoria. Por eso, el texto no solo cuenta la vida de Soreyma —la mujer que danzó para defender el bosque— sino que revive el acto mismo de recordar como una forma de resistencia. Como dice la voz del prólogo: “Dicen que hay lugares donde la tierra no olvida. Donde el viento no solo sopla, sino que habla. Donde los árboles no solo crecen, sino que recuerdan.” Ese verso no abre una historia; abre una cosmovisión.

En ese sentido, el libro no pertenece únicamente al campo del realismo mágico como género literario, sino a una tradición más profunda: aquella que concibe lo real como aquello que la cultura colonial llamó “mágico” solo por no comprenderlo. Las palmas que cantan, los ríos que hablan, los bosques que protegen, no son metáforas, sino formas de existencia dentro de un universo donde lo humano y lo no humano comparten espíritu. El realismo mágico aquí no es ornamento estético, sino una ética del vínculo: la naturaleza no es escenario, es personaje. Y Soreyma, como guardiana, es apenas el cuerpo a través del cual el territorio habla.

El autor, colombiano radicado en Neuquén (Argentina), no escribe desde la distancia, sino desde un doble arraigo: la cordillera andina interiorizada como casa simbólica, y la memoria de los pueblos originarios como raíz continental. No se trata de un escritor que observa un pueblo desde afuera, sino de alguien que reconoce pertenecer a un tejido histórico y espiritual que todavía late en las voces campesinas y en los silencios de la niebla. Esa relación cuerpo–tierra se convierte en uno de los núcleos del relato: “No golpeaba, no huía. Danzaba. Y en su danza, los hombres veían algo que no podían poseer: libertad.” La libertad no es idea: es movimiento. No se declama: se encarna.

La novela juega con una dualidad temporal que refuerza la idea de memoria viva: Soreyma, la guardiana ancestral, y Yorlady, la guardiana contemporánea, no son dos personajes, sino dos manifestaciones de la misma corriente espiritual. El mito no desaparece: muta de cuerpo. Lo que en la memoria indígena era danza sagrada, en el presente se convierte en eco de resistencia frente a nuevas invasiones, ya no de armaduras y cruces, sino de maquinaria y minería extractivista. Hay un diálogo entre siglos, no para decir que la historia se repite, sino para dejar claro que la violencia contra la tierra nunca terminó, solo cambió de forma. Como afirma el narrador: “El metal cambió de forma. Ya no eran espadas, sino máquinas.”

En ese tránsito, el libro propone algo fundamental: la defensa de la tierra no es solo una lucha ecológica, sino una lucha afectiva, espiritual, estética. El capitalismo intenta “proteger la naturaleza” con leyes y decretos; el relato nos recuerda que se protege lo que se ama, no lo que se regula. Para los pueblos que habitan San Félix, la palma de cera no es “un recurso”, es un antepasado. Por eso se la honra, no se la tala. Por eso se danza para ella, no se la mide. En palabras de la novela: “El bosque no era solo un lugar. Era un cuerpo vivo, un templo sin muros, un libro sin letras.”

Aquí el realismo mágico revela su verdadera potencia: no inventa maravillas, sino que restituye la profundidad de mundos que la modernidad declaró imposibles. Lo maravilloso es solo la recuperación de una realidad que la razón colonial expulsó. En ese sentido, Soreyma no “hace magia”: vive en una realidad donde la separación entre naturaleza y humanidad nunca existió. Su danza es un lenguaje, su cuerpo es un puente, su gesto es un acto político y sagrado a la vez. Lo que para los conquistadores es brujería, para su pueblo es memoria.

La novela también es una reflexión sobre la dimensión femenina de la resistencia. La guardiana no es guerrera en el sentido patriarcal; no ejerce violencia. Su poder nace de la profundidad, no del dominio. En un mundo donde el hombre conquista y posee, la mujer guarda y vincula. Soreyma “desarma sin atacar”, y esa frase desmantela toda la lógica bélica occidental. Ella no conquista territorio: lo cuida. No manda: convoca. No impone: danza. Cuando los guerreros la quieren raptar, el texto dice: “No podían tocar lo que no se dejaba poseer.” La danza, en ese caso, no es estética: es frontera. Es acto de soberanía corporal y territorial.

Ese mismo símbolo reaparece siglos después cuando Yorlady enfrenta a las empresas modernas. No discute, no firma papeles, no hace discursos. Danza. La danza es continuidad, puente, resistencia ancestral. Si Soreyma detuvo la espada, Yorlady detiene la retroexcavadora. Una lo hizo frente a conquistadores; la otra, frente a ingenieros. Pero el gesto es el mismo: el cuerpo como palabra. La memoria como arma. La belleza como forma de decir “no”.

Eso lleva a otro eje fundamental: el libro no romantiza el pasado. No idealiza la vida indígena ni niega el sufrimiento colonial. Lo que propone es algo mucho más complejo: el pasado no es museo, sino raíz que sigue brotando. Por eso la desaparición de Soreyma no es muerte, sino siembra: “Soreyma no murió. Se sembró.” No es un final, sino un modo de permanecer. Cuando se dice que la guardiana “se volvió palma” o “se volvió niebla”, el texto no está usando metáforas poéticas, sino un sistema de creencias donde la continuidad de la vida no pasa por el cuerpo, sino por el territorio. Se vive mientras se sigue siendo útil a la comunidad. Se muere solo cuando se rompe el vínculo.

La novela funciona también como crítica profunda a la modernidad. Los conquistadores no entienden el bosque y por eso lo violentan; las empresas contemporáneas no lo entienden y por eso lo mercantilizan. La ignorancia espiritual es la raíz de toda explotación. Lo mismo que Soreyma dice a los invasores del siglo XVI —“Si nos arrancan la tierra, sembramos palabra”— lo repite Yorlady, pero ahora frente a las industrias: “Nos quieren convencer con cifras. Pero nosotros tenemos raíces.” Esa frase resume el conflicto central del libro: dos lenguajes que no se traducen. Uno cuenta hectáreas, otro cuenta historias. Uno valora el beneficio, otro valora la pertenencia. Uno tala, otra danza.

El autor no escribe un panfleto ecológico, sino una epopeya íntima. No busca “concienciar”, sino reencantar. Quiere devolverle a la lectura su relación con la respiración profunda, con el mito como memoria, con el relato como acto curativo. Por eso la novela es circular: empieza en el bosque, termina en el bosque. Empieza con una mujer que danza para proteger la tierra y termina con otra que danza por la misma razón, pero en otro siglo. La historia no avanza: germina.

Y en ese círculo se revela la intención más honda del libro: no contar una historia del pasado, sino activar una memoria del presente. El lector no está invitado a “admirar” a Soreyma, sino a reconocerse en ella. No se trata de decir “qué hermoso mito”, sino de escuchar lo que el mito reclama: territorio sin extractivismo, cuerpo sin colonización, espiritualidad sin vergüenza, memoria sin museo.

Así, Soreyma, la Guardiana de la Palma de Cera es una novela, pero también un ritual. Un archivo, pero también una semilla. Una defensa de la literatura como lugar de reconciliación entre lo humano y lo no humano. Una forma de decir que “contar” es otra manera de “cuidar”.

Al final, lo que queda no es una moraleja, ni una lección. Queda una pregunta:
¿qué mundo comenzó a morir cuando dejamos de creer que los árboles recuerdan?

Y otra, más urgente todavía:

¿qué mundo puede renacer si volvemos a escucharlos?

Porque, como afirma la novela, “Hay lugares donde la tierra no olvida. Donde las palmas guardan un secreto: la historia de una mujer que danzó para defender la tierra.”

Tal vez el libro nos esté diciendo que la literatura no debe explicarlo todo. A veces solo debe devolvernos el silencio necesario para escuchar el bosque.

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*- César Aira

César Tomás Aira González nació el 23 de febrero de 1949 en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires. Desde joven se trasladó a la capital argentina, donde inició estudios en Derecho y Letras, aunque pronto se dedicó a la traducción y la escritura. Su carrera literaria comenzó en la década de 1980 y desde entonces ha publicado más de un centenar de obras, en su mayoría novelas breves que él mismo define como “cuentos de hadas dadaístas” o “juguetes literarios”.

Aira se caracteriza por un estilo experimental, lleno de humor, imaginación y giros inesperados. Sus textos suelen desafiar las convenciones narrativas tradicionales, mezclando lo cotidiano con lo fantástico y lo absurdo. Obras como Cómo me hice monja, Ema, la cautiva y El pequeño monje budista lo han consolidado como un referente de la narrativa latinoamericana.

Reconocido internacionalmente, ha recibido premios como el Konex, la beca Guggenheim, el Roger Caillois y el Formentor de las Letras. Críticos y lectores lo consideran un candidato recurrente al Nobel de Literatura. Aunque mantiene un perfil bajo y evita la exposición mediática, su obra circula ampliamente en América y Europa, convirtiéndolo en un autor de culto cuya voz sigue renovando la tradición literaria argentina.

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