Hay historias que se escriben con palabras, y otras que se escriben con gestos. La labor de la colonia salamineña residente en Bogotá pertenece a esta segunda categoría: es un relato que no necesita tinta porque se imprime en la sonrisa de los niños, en la ilusión que despierta cada obsequio, en la certeza de que la solidaridad puede cruzar montañas y kilómetros para llegar intacta al corazón de un pueblo.
Desde mediados del siglo XX, cuando los primeros salamineños arribaron a la capital en busca de trabajo y oportunidades, se fue tejiendo una red invisible de afectos que nunca se rompió. Héctor Gómez Maya, Gonzalo Gómez Maya, Walther López, Efraín Restrepo, Augusto Osorio, Javier González, Arnobio Maya, Rogelio Velásquez, Hugo Tobón Mejía y Olivia Álzate, Aurelio Tobón Mejía, Javier Londoño y Efigenia Sierra, entre otros, fueron pioneros de una colonia que entendió que la nostalgia podía convertirse en acción. No bastaba con recordar las calles adornadas con balcones floridos y las montañas de palma de cera; había que tender un puente entre la vida en Bogotá y la memoria de Salamina.
Ese puente se ha fortalecido con los años, y hoy se manifiesta en una tradición que ilumina cada diciembre: la entrega de regalos a los niños más humildes del municipio. Lo que comenzó en 2009 con apenas una decena de obsequios para los hijos de madres cabeza de familia, se ha transformado en una celebración multitudinaria que alcanza a cientos de pequeños en barrios y veredas. La cifra crece año tras año: 400 regalos en 2023, más de 500 en 2024, y la aspiración de llegar a 600 en 2025. Pero más allá de los números, lo que importa es la emoción compartida, la certeza de que ningún niño se queda sin presente, la convicción de que la infancia merece ser celebrada.
La logística de esta labor es tan admirable como el gesto mismo. Desde octubre, Albaluzi Duque y Evelio Gutiérrez, junto con presidentes de juntas de acción comunal, empiezan a inscribir a los niños en barrios como Palenque, El Playón, el Establo, El Barranco de Fundadores, La Cuchilla, y en veredas como Los Mangos, La Quiebra, El Cedrito, Cañaveral, San Pablo, El Chamizo, La Loma, La Amoladora y San Félix. Esta labor es liderada en Bogotá por Freddy Gómez Duque, salamineño que vive hace muchos años en la capital, y que articula con la colonia los esfuerzos para que todo se cumpla a cabalidad. Se establece un rango de edad, se prepara un excedente para los imprevistos, se compra en Bogotá con los aportes de la colonia, se empaca y se envía por mensajería o por manos amigas. Todo desemboca en un día especial: el 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, cuando la inocencia se celebra con alegría y cada niño recibe no solo un regalo, sino también un dulce y un refrigerio.
La escena es evocadora: niños que llegan con ojos brillantes, padres que acompañan con gratitud, organizadores que reparten con paciencia y ternura. Algunos pequeños lloran al pensar que no alcanzarán obsequio, pero siempre hay un regalo sobrante para ellos. Nadie se va con las manos vacías. Nadie se queda fuera de la fiesta. La colonia ha aprendido que la solidaridad no se mide en grandes discursos, sino en detalles que cambian la vida cotidiana.
Detrás de cada obsequio hay historias de aportes diversos. Horacio Duque y Rogelio Velásquez son dos de los principales benefactores, pero la lista es larga y plural. Algunos donan un juguete, otros cinco, otros veinte. Lo importante es que todos contribuyen, cada uno según sus posibilidades, y que el resultado es una celebración que fortalece la identidad comunitaria. La colonia salamineña en Bogotá ha demostrado que la distancia no es obstáculo para la solidaridad, y que el amor por la tierra natal puede expresarse en gestos concretos que transforman vidas.
Esta editorial quiere ser un homenaje a esa labor. Porque en tiempos donde la indiferencia parece ganar terreno, la colonia nos recuerda que la memoria y la pertenencia son fuerzas vivas. Que migrar no significa olvidar, sino ampliar horizontes. Que la infancia es el terreno más fértil para sembrar esperanza. Que un juguete puede ser más que un objeto: puede ser símbolo de afecto, de reconocimiento, de comunidad.
Cada diciembre, la colonia salamineña en Bogotá escribe una página luminosa en la historia de Salamina. Una página que no habla de tragedias ni de olvidos, sino de solidaridad y de futuro. Una página que se lee en la sonrisa de los niños y en la gratitud de sus familias. Una página que nos recuerda que la verdadera grandeza de una comunidad no está en sus títulos ni en sus cargos, sino en su capacidad de compartir.
La entrega de regalos es, en el fondo, una metáfora de lo que significa ser salamineño: tener raíces profundas, sentir orgullo por la tierra, y convertir la nostalgia en acción. Es la demostración de que la cultura es también un acto de resistencia y de amor, y que la memoria se mantiene viva cuando se traduce en gestos concretos.
La colonia salamineña en Bogotá seguirá llevando regalos mientras haya niños que los esperen. Y cada año, la tradición se renovará, la logística se pondrá en marcha, los aportes se multiplicarán y las sonrisas se repartirán. Porque la solidaridad no se agota, porque la infancia merece ser celebrada, porque la memoria se fortalece con cada gesto.
En un mundo que a veces parece olvidar la importancia de lo comunitario, la colonia nos ofrece una lección sencilla y profunda: la distancia no rompe los lazos, los multiplica. Y cada juguete que llega a manos pequeñas es un recordatorio de que la esperanza sigue viva, de que la solidaridad es posible, de que la infancia es el mejor lugar para sembrar futuro.

